Todavía recuerdo
esa extraña sensación. En un primer momento me atrapó su aroma y textura. Olía
a mamá y eso me tranquilizaba. La seda se deslizaba por mi cuerpo con suavidad
produciéndome algún que otro escalofrío. Me sentía fuerte con él. Me sentía mujer.
Era el momento que llevaba esperando desde que era solo una niña. Sabía que ese
momento llegaría, lo que pasa es que llegó más pronto de lo que me esperaba.
Tenía solo 13 años.
Recuerdo el día en
el que salí a la calle con él. Papa estaba a mi lado. Me dijo que estaba
especialmente guapa. Sonreí, aunque él no lo pudo ver. Fuimos al mercado, mamá
necesitaba un poco de arroz para hacer la comida. Me alegré de encontrarme a
Amal. Era una de mis mejores amigas y todas las tardes jugábamos juntas en
casa. Me miró, pero no me reconoció. Qué despistada era siempre. "Amal,
estoy aquí" grité. De repente sentí una presión en mi mano. Papá me apretó
y me dijo que ahora que era una mujer no podía ir por la calle gritando. No lo
entendía, él era el que ahora me estaba gritando a mí y delante de todos. Amal
me miró, agachó la cabeza y prefirió mirar a otro lado. Pronto aprendí que lo
mejor era mirar hacia otro lado.
Ahora veía el mundo
de forma diferente. Más oscuro, más fragmentado. No podía divisar lo que me
rodeaba con claridad. Miraba hacia los lados y sólo veía oscuridad. La
oscuridad me acompañaba desde que me lo puse. Lo que en un principio era para
mí una ilusión, pronto se convirtió en una prisión. No sabía lo que significaba
vivir con un burka hasta que me lo puse.
Llegué a casa
llorando. Mamá me abrazó. Papá me pegó, varias veces. "Deja de llorar como
un niña" me repetía. Lo que no sabía es que eso era lo que era. Una simple
niña y quería seguir viviendo. Con luz. Con vida. Con libertad.
Estaba acostumbrada
a que no entrara mucha luz en casa. Donde yo vivía estaba prohibido que la
gente viera a las mujeres a través de las ventanas. Teníamos un balcón enorme,
pero nunca pude asomarme por él. A Salim, mi hermano pequeño, le encantaba ver
el amanecer desde ahí. "Es como si alguien encendiera el mundo" me
contaba. A mi me gustaba imaginar la luz recorriendo todas las calles de
nuestro pueblo. Esa luz que tanto anhelaba desde que me había puesto el burka.
EFE
Con el tiempo me
fui acostumbrando al él. Fui asumiendo la clase de mujer en la que me tenía que
convertir. Ahora comprendía el porqué de las lágrimas de mamá cada mañana
cuando el papá se iba a trabajar. En un principio, pensaba que eran por tristeza al ver que papá
se iba durante todo el día, pero enseguida comprendí que era todo lo contrario.
Eran lágrimas de alegría por el ansia de saber que durante ese tiempo nadie la
podría tocar. Eran lágrimas de libertad.
Siempre he sido una
chica soñadora. Desde pequeña cogía los libros de mi hermano del colegio.
Miraba las fotos. Era lo único que podía hacer, no sabía leer. No me habían
enseñado. Un día vi algo que me marcó mucho. Era un mapa, eso me dijo Salim. Me
señaló con el dedo donde vivíamos, Kabul. Me sorprendió saber lo grande que era
el mundo que nos rodeaba. Nunca me podría haber imaginado que habían tantos
continentes y océanos. Mi hermano era un chico muy inteligente aunque sólo
tuviera 10 años. Me contó que habían muchas partes del mundo donde vivían
mujeres profesoras, médicas y periodistas. Me contó que habían lugares donde
las mujeres eran libres. Esas mujeres, me explicaba, podían salir a la calle
sin su mahram y además no tenían
porque llevar burka. Ese mismo día Salim me dijo, "¿te imaginas un mundo
donde se tratara a las mujeres y a los hombres por igual? ¡Sería muy
guay!".
Fue una de las
últimas veces que escuché decir a mi hermano algo así. Cinco años más tarde
sólo se dirigía a mi para gritarme, mandarme e incluso pegarme. No le culpo.
Nuestra cultura le atrapó en sus redes igual que a mi. Sólo éramos víctimas.
Durante muchos años
estuve alimentándome de mis lágrimas y aún así me moría de sed. Sed de volar.
Sed de libertad. Sabía que tenía que salir de allí, pero había algo que me
paraba. Sí, mamá y mi querida amiga Amal me paraban. Eran las únicas personas
que conseguían hacerme sonreír.
Llegó un día en el
que lo comprendí. Fue la señal. Asesinaron a Amal tras ser violada una noche de
sábado, interpretaron que fue un acto de infidelidad. Su propio padre le tiró
piedras mientras la lapidaban.El mismo día de su muerte tomé la decisión. Me
acerqué a mamá en casa. Me quité el burka. La rodee entre mis brazos con fuerza
y le dije que era el final. Te quiero le susurré. Te quiero más que a nada en
esta vida y no quiero que te sientas sola. Volveré mamá, volveré a por ti. Te
lo prometo. Porque te quiero, te quiero y no voy a permitir que nadie nunca más
te haga daño.
No dijo ni una
palabra. La miré a los ojos. Era lo único que se descubría tras su burka.
Siempre recordaré esa mirada. Era indescriptible. Guardaba tristeza, una
tristeza muy profunda y a la vez felicidad. Sí, felicidad. Mamá sabía que
quería volar y también sabía que nadie podría cortarme las alas. Ese día dormí
abrazada a ella toda la noche. Tuve suerte, papá y Salim pasaron la noche fuera
de casa. Algo habitual. A las seis de la mañana me levanté, cogí de la mano a
mamá y le dije que me acompañara. Las puertas estaban cerradas por completo,
las abrimos y una luz naranja nos deslumbró. Fue lo más bonito que he visto en
mi vida. Vi como el mundo se encendía y como esa luz encendía la esperanza de
mi madre. Ver el amanecer en el balcón de casa junto a mamá fue lo más bonito
que me ha pasado en la vida. "Te quiero mucho mi Sol" me susurró mamá
mientras lloraba.
Esas fueron las
últimas palabras que escuché de mi madre. Nunca más volví a verla. En el camino
a la libertad me cortaron las alas. Este es el tercer año que paso en prisión.
Mamá nunca supo lo que me pasó. Pero hay algo que me alivia. Sí, hay algo que
me deja seguir luchando. Soy su Sol y seguiré luchando esté donde esté para
seguir iluminando de esperanza su oscura vida.
Elena Trujillo
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUna llamada de atención en toda regla que muchos deberían oír. Pero hay demasiados oídos sordos, demasiados ojos ciegos, demasiadas mentes apagadas. Tantos demasiados que la impotencia se apodera de uno, hasta que cae en tus manos, o ante tus ojos, como en este caso, un texto que no te mece sino que te agita para que despiertes y para que lo clames. Gracias por no estar apagada.
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