Lunes 23 de diciembre de 2013
Nunca me había enfrentado a una
página en blanco. Esta es mi primera vez. Creo que nunca había hecho algo tan
difícil. Por mi cabeza viajan miles de pensamientos y recuerdos que esperan ser
plasmados en esta carta, y mi mano tiembla descontroladamente al escribir cada
una de estas palabras.
Quizás te preguntes por qué me
he decidido a escribirte esto. Por qué diantres ahora decido tocar la puerta de
tu casa. La verdad, es que no se por donde empezar.
¿Sabes? Llevo mucho tiempo sin
poder dormir. Cada noche, cuando intento desconectar del mundo, mi cabeza se
hace siempre la misma pregunta…
¿Cuándo dejó de ser un juego?
Quizás te estés imaginando a la
pequeña niña que fui hace ya quince años escribiendo estas líneas. Olvídate de
esa idea porque ya no lo soy. Soy una mujer. Hace ya un tiempo que comprendí lo
que eso significaba. Una mujer que asume la realidad y la observa desde la
primera fila. Una mujer que está al tanto de todo lo que sucede a su alrededor,
ya no solo para protegerse a si misma, sino para cuidar de toda la gente que le
importa. Ahora que ya he aprendido a hablar perfectamente se cuándo utilizar
cada palabra y cómo. Ahora que se andar he de caminar siempre hacia delante y
sin tambalearme. Sin embargo, tu recuerdo me hace caer una y otra vez. El mirar
hacia atrás me hace perder el equilibrio. Esa es la razón por la que he
decidido escribirte hoy.
Ayer mi hija, y
también tu nieta, pronunció su primera palabra; “Papá”. Así es como solía
llamarte yo a ti… ¿Lo recuerdas? Para mí un padre es protección, apoyo,
fidelidad. Es un hombro al que siempre puedes ir a llorar. Una ayuda
permanente. Un amor incondicional. Contigo
aprendí a gatear, a dar mis primeros pasos, a pronunciar las primeras palabras.
Junto a ti y a mamá viví momentos maravillosos.
Si en aquel momento
de mi vida me hubieran preguntado cómo era mi infancia, sin duda alguna hubiera
respondido que “perfecta”. Mi madre
trabajaba como enfermera en un hospital cerca de casa y gracias a ella nuestros
ingresos eran buenos. Mi padre era fontanero. Me daban todo lo que quería,
menos una hermanita… y mira que estuve mucho tiempo pidiéndola.
Las tardes las
pasaba mayormente con mi padre, ya que mamá trabajaba. Él me recogía del
colegio con la merienda preparada. Dos días a la semana me llevaba a la clase
de ballet y el resto de días, solíamos
ir al parque donde solía intercambiar cartas de olor con mis amigas. Luego llegábamos a casa, me duchaba y esperábamos a mamá viendo la tele. El resto,
tú ya lo sabes…Efectivamente, no era consciente de lo que sucedía. “Sólo es un
juego”, repetías. Lo tenías fácil, muy fácil.
Durante los primeros años desahogaba toda mi rabia en el colegio. Mi actitud cambió radicalmente y así se lo hicieron saber a mamá en varios reuniones con mi tutora. Los primeros años quise hacer culpable a mamá de lo que sucedía. ¿Cómo no se puede dar cuenta? Pensaba… Luego comprendí que quizás también ella estaba cegada por tus encantos de marido y de padre perfecto. Algo por supuesto, que no eras, aunque sí te gustaba aparentar.
Estuve más de tres años, por lo menos esa es la época de mi infancia que más recuerdo, guardando ese secreto que nos unía. Un día me sentasteis en el sofá del comedor y me dijisteis que me ibais a dar la mejor noticia de mi vida. Por fin, iba a tener el regalo que siempre había querido: un hermanita.
Ese fue el momento
en el que comprendí que el juego se había acabado. No sabía si lo que hacía
papá estaba bien o estaba mal, pero lo que sí que sabía es que eso no se lo iba
a hacer a mi hermana. No lo podía permitir por nada del mundo. Así se lo hice
saber a mamá. Aun puedo sentir sus lágrimas recorriendo mis brazos mientras me
abrazaba. Ese día fue el último que te vi. Cogimos las maletas y nos fuimos.
Para siempre.
Tú no rechistaste. Asumiste la realidad y te diste cuenta de que habías perdido tu vida. Se que me querías, eso no lo dudo, y quizás todo lo que tuvieras fuera un problema. Nunca te he perdonado. Permíteme el derecho a no hacerlo. Rompiste mi infancia y una familia. Rompiste el corazón de una mujer enamorada que esperaba a su segunda hija. Lo peor de todo es que pusiste en cuestión el papel de una madre.
Ahora que yo tengo una hija he aprendido todo lo que sufrió mamá todo aquel tiempo. La impotencia que sintió al darse cuenta de todo lo que había estado permitiendo. Todo el daño que le hicieron a su hija. Se que ella aún se siente responsable de aquel hecho y esa es la primera premisa por la que mi corazón no asume el olvido.
A día de hoy me considero una mujer muy fuerte. Mamá me ha enseñado cuán importante es mantenerse firme para sostener los muros de nuestra vida. Creías ser más fuerte que nosotras y no sabes lo equivocado que estabas… Al final el débil has resultado ser tú.
Ni siquiera se si voy a ser capaz de enviar esta carta. Pero ahora mismo me siento mucho mejor. Mi mano ya no tiembla al escribir estas palabras. Si algo tengo claro, es que el juego ya ha terminado.
Soraya
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Muchas veces he imaginado como sería el día, si es que llegaba, en el que me pedirías explicaciones. Soñaba con que aparecieras en mi casa, tocaras mi puerta y accedieras a hablar conmigo. Pero una carta es más que suficiente. No me merezco ni eso.
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Miércoles 8 de enero de 2014
San Juan de Moró
Hola, hija
Recibir esta carta ha sido lo mejor que me ha
pasado en estos quince años, en la que más absoluta soledad y tristeza se ha
apoderado de mi vida. Me alegra que el haber escrito esas palabras te hayan servido
para desahogar tu rabia y odio hacia mí.
También me alegra que te decidieras a mandármela. Gracias.
Muchas veces he imaginado como sería el día, si es que llegaba, en el que me pedirías explicaciones. Soñaba con que aparecieras en mi casa, tocaras mi puerta y accedieras a hablar conmigo. Pero una carta es más que suficiente. No me merezco ni eso.
Me has planteado la pregunta más difícil que
me han hecho nunca. ¿Cuándo dejó de ser un juego? Llevo más de dos semanas,
desde que recibí la carta, pensando una respuesta.
Creo que no la tengo. Nunca la tendré. Un día dejé de verte como una niña y aún
no se por qué.
Hice cosas terribles, imperdonables. Abusé de
ti. De tu inocencia, dulzura y confianza hacia un padre. Te convencí de que
todo era un juego para hacerme ver a mi mismo que no estaba enfermo. Que no era
un puto pederasta amargado dispuesto a arruinar la infancia de mi hija, lo que
más quería en este mundo. Lo que más quiero en este mundo.
Me doy asco a mi mismo.
¿Cómo diantres fui capaz de hacerlo?
Arrebatar tu inocencia y dulzura porqué sí. Porque a mi me apetecía. No sólo te
hice daño a ti, sino que tuve el valor de herir profundamente a tu madre, el amor de mis sueños. La engañé y manipulé a
mis anchas. Arruiné su vida de la noche a la mañana.
Durante ocho años te protegí, te apoyé, te
fui fiel. Fui un hombro al que te podías apoyar para llorar. Te di mi amor
eterno e incondicional. Contigo aprendí a ser padre, a ser responsable, a
apreciar la belleza de los pequeños momentos. Junto a ti y a mamá viví la época
más feliz de mi existencia. Por favor, nunca olvides esos ocho años en los que
fui realmente un padre, en los que mi única misión era hacerte feliz.
Hoy me he enterado que aun lejos de vosotras,
sigo teniendo un efecto negativo en vuestro día a día. También he descubierto
que soy abuelo. Qué sensación más extraña.
Me hubiera gustado saber como está mi hija
pequeña, a la que mamá y yo queríamos llamar Lucía. Ni si quiera se como se
llama…Ni si quiera se como es. Solo se que es una afortunada por no haberme
conocido.
Sigo preguntándome todos los días el porqué,
cuál fue la absurda razón me llevó a convertirme en ese monstruo. Vivo en la
más mísera oscuridad. Hace diez años que no me miro al espejo porque no
reconozco a esa persona que aparece reflejada. Ni si quiera se quien soy. Ya no
hay sueños, ni colores. Hace mucho tiempo que perdí la esperanza de convertirme
en una persona normal.
Se que nunca tendré tu perdón aunque no
perderé la oportunidad de decirte que lo siento. Lo siento. Daría lo que fuera
por dar marcha atrás y caminar junto a ti de la mano a la salida del colegio.
Nunca vas a leer esta carta.
Es el único consuelo que me queda.
Que me olvides para siempre.
Atentamente,
Tu padre.
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Viernes 14 de marzo de 2014
Grau de Gandía
Allá voy. Natalia, mi psicóloga, lleva mucho
tiempo diciéndome que una de las mejores
formas de desahogar mi amargura es plasmando mis sentimientos en un trozo de
papel. Lo voy a intentar, aunque no soy muy buena con esto de las palabras.
No sé por donde empezar. Quizás por un
perdón. Sí. Perdóname mi vida, mi pequeña.
¿Qué clase de madre fui? ¿Qué clase de madre
he sido? Me hubiera gustado decirte esto hace tanto tiempo…
Me costó muchísimo tiempo asumir lo que
estaba sucediendo. O mejor dicho, lo que había sucedido mientras yo estaba
“tan” ocupada con mi trabajo. No recuerdo exactamente en qué momento la ceguera
entró en mi vida. Fui tan incrédula. Creía ver perfectamente el mundo. Para mi
todo eran colores vivos. Felicidad y alegría. Ni un solo gris, ni siquiera
colores mates.
La realidad era muy oscura, tanto, que daba
miedo. Quizás esa fuera la razón por la que tardé tanto tiempo en poner un pie
en ella.
Estaba orgullosa de mi vida. Había encontrado
al amor de mi vida y juntos habíamos creado la criatura más bella que jamás
pude haber imaginado. ¿Sabes? Aún recuerdo el día el que te pusieron en mis brazos en el
hospital. Cuando tus pequeños ojos grises me miraron, supe que serías mía para
siempre y que yo sería tuya. Siempre tuya.
Papá y yo teníamos trabajo e intentamos que
tuvieras la mejor vida posible. Me encantaba mimarte. Si mi corazón hubiera
mandando te hubiera comprado todo lo que me pedías en cada momento, aunque la
razón de una “mamá” siempre dicta que no hay que dar todos los caprichos a los
hijos. Una forma de educar, supongo.
Eras una niña alegre y habladora. Mucho. Por
eso enseguida me di cuenta de que te pasaba algo. Ese pequeño saltamontes que
revoloteaba siempre por casa, de repente, pasó a encerrarse en su habitación
día y noche sin razón alguna. Mis preocupaciones crecieron cuando tu tutora me
llamó para concertar una cita conmigo. Tú actitud había llegado a las aulas y
también había tenido influencia en los resultados académicos.
Cariño mío, qué estúpida fui. ¿Qué más
señales me podías dar? Te prometo que pensé de todo. Intenté averiguar a través
de tus profesores cómo eran tus amistades. También te hice decenas de controles
rutinarios en el médico por si se trataba de algo físico. Nada.
“Tu padre”, por llamarlo de alguna forma, no
encontraba nada raro en tu actitud. “Estará madurando”, me decía. Yo dudaba
mucho que una niña con nueve años pudiera madurar a un ritmo tan rápido.
Mientras yo pasaba noches en vela pensando
qué podía pasar por tu pequeñita cabecita, él dormía. Así día tras día. No te
lo voy a negar, su tranquilidad me llevó a pensar tras el paso de los meses,
que esta sería una época más de la vida y que significaba que estabas
cambiando. Te habías cansado de saltar en nuestra enorme cama, de bailar en la
cocina mientras yo cocinaba, de jugar y de ver la tele. Te habías cansado de
ser una niña.
Un día, tu “padre” tuvo una genial idea.
“Tendremos otro bebé”. De este modo, me convencía, “habrá otro renacuajo
dándonos alegría mientras vemos como nuestra pequeña se va convirtiendo en una
mujer”. ¿Por qué no? Pensé. Me encantaban los niños y sabía que mi pequeña
deseaba tener una hermanita o hermanito desde hacía muchos años. “Quizás eso le
anime y le de más vida”. Pensé.
Aún puedo ver el miedo reflejado en tus ojos
el día en el que te sentamos en el sofá del comedor. Te cogí de la mano y te lo
dije. Ibas a tener una hermanita. Nunca en mi vida voy a olvidar la mirada que
me lanzaste como una bala. Impactó directamente en mi corazón. Noté primero
como nuestras manos empezaban a sudar, y luego, como los temblores invadieron
tu cuerpo. Te abracé con todas mis fuerzas. “Estás nerviosa porque es lo que
llevas esperando tanto tiempo cariño”, te susurré al oído. Mientras, yo me repetía
a mi misma que no era verdad. Algo estaba pasando.
En cuanto él salió por la puerta de casa para
ir a trabajar, te abracé con todas mis fuerzas. Empezamos a llorar,
momentáneamente, creando la más amarga melodía. Te separé de mis brazos, te
miré y asentí con la cabeza. Era el momento. Tenías que contar a la mamá lo que
estaba pasando.
Nunca he podido olvidar esas palabras. Fueron
las más duras que he escuchado en mi vida. El odio se apoderó de mi cuerpo y
entonces fui yo la que empezó a temblar. Debía controlar mis impulsos, así que
sin darle mayor importancia, te hice recoger tus cosas del armario mientras yo
me hacía la maleta. Iríamos unos días a casa de los abuelos para que te
recuperaras. Eso mismo te dije. No quería que te asustaras más.
Era un viaje sin vuelta. Emprendimos una
aventura hacia la más absoluta oscuridad. Qué equivocada estaba, de nuevo.
Aquel siete de agosto, sólo había verdes, amarillos, rojos, azules celestes…Y un blanco inmenso en el
cielo. El de la libertad.
Perdóname.
Siempre tuya.
La mama.